jueves, 31 de mayo de 2012

Réplica a la columna de Héctor Abad

Publicado en El Espectador http://www.is.gd/pvosz1 vía @elespectador



Muchos podríamos escribir de García Márquez, de Saramago e incluso de Héctor Abad lo que rechazamos de ellos como individuos.
Yo diría, por ejemplo, que cuando conocí a Saramago me pareció muy adusto, un poco áspero y algo receloso de la desbordada admiración que profesan los lectores a Gabo. Pensé que la bella e inteligente Pilar del Río, su esposa y traductora en español, suavizaba al hombre rígido que escondía a sensible escritor.



Podría decir que Gabo pudo haberme hablado en Guadalajara cuando lo tuve frente a mí, mirando mis ojos de periodista inquieta, de colombiana orgullosa y de lectora deslumbrada que no ocultaba su emoción de poder ver tan cerca los ojos y las manos del hijo del telegrafista de Aracataca que se hizo universal por la genialidad de su relato y la cadencia de su prosa.




“Gabo, dime unas palabras para Caracol Radio”, le dije un par de veces mientras él sostenía mi mirada como escudriñando a la mujer que tenía enfrente y quizá valorando su vieja decisión de no dar entrevistas. “Describe el momento, inventa la historia”, me dijo un poco pícaro, un poco en serio. Luego retomó su camino hacia la tarima donde lo esperaban Carlos Fuentes y otros grandes que ya estaban de pie, al igual que el auditorio atiborrado con más de dos mil personas que aplaudían al también colombiano Álvaro Mutis, que era homenajeado en esa Feria del Libro de Guadalajara.


Podría decir que Héctor Abad, a quien también conocí en aquella Feria, me pareció un paisa medio rolo, sensible a medias, un hombre de apariencia cercana pero de trato distante, meramente formal. Recuerdo que le ofrecí mi computador al verlo desubicado en el salón de prensa. Lo atendí con la admiración y el respeto que me inspiran los escritores de letras sensibles pero él fue incapaz de entregarse al momento. Su mera formalidad en el trato la confirmé meses después cuando lo entrevistaba por su éxito literario El Olvido que seremos. Luego de esos encuentros sin matices, y aunque valoro las bondades de sus escritos, me desapasioné por completo de sus lecturas.


Sin embargo las sombras humanas que vi en Saramago, en el mismo Gabo e inclusive en Fuentes no fueron suficientes para distanciarme de sus piezas literarias. A Fuentes lo conocí en México y luego en Cartagena. En efecto, era un hombre recio, riguroso, un poco infranqueable que se conducía con la seguridad de quien se sabe célebre. Pero ¿qué hay de malo en ello si esa celebridad es merecida? 

Fuentes y Gabo se ganaron el derecho a ser como se les dé la gana porque fueron gestores de la transformación que sufrió la literatura hispanoamericana, porque convirtieron relatos locales en piezas totalizantes y universales que le dieron identidad y nombre a América, tal como lo dijo el propio Fuentes.

 Tiene razón Abad al decir que el escritor Fuentes maduro no escribía igual de genial al de La región más transparente, Aura o La muerte de Artemio Cruz. Pero ¿acaso el García Márquez de Cien Años de Soledad es el mismo de Noticia de un Secuestro? O el de Memoria de mis putas tristes? Seguro que no.


El mismo Gabo ha reconocido que la escritura se le hizo más difícil con los años, quizá porque perdió la espontaneidad que da el anonimato o porque dejó de escribir por el simple placer de simpatizar a sus amigos. ¿Debe ser eso motivo de cuestionamientos? ¿No basta acaso con que hubiera creado la delirante historia de los Buendía para dejar ver el tope de su grandeza? No necesitaba seguir demostrándolo. Cada obra posterior es una muestra adicional de la genialidad ya indiscutible.

A Saramago basta leerle El Evangelio según Jesucristo o Caín para ser indulgente con el ser adusto que cubrió al escritor heterodoxo, disconforme, iconoclasta y místico si se quiere. Qué importancia tienen las sombras humanas de un narrador que fue capaz de mostrar de otra forma los tiempos históricos y bíblicos cuestionando los credos más sagrados de la religión judía e incluso del cristianismo.
En esos magistrales libros Saramago viaja al pasado y como un dios griego de la literatura antigua crea la historia de un Jesucristo hecho humano, expuesto a la tentación y a la ambición, un hombre que pudo amar física, mental y sexualmente a una mujer como Maria Magdalena, a la que amó en cuerpo y alma y que no era ni prostituta ni santa, solamente una mujer de carne y hueso que le amó con autentico y arrebatado amor.

El Jesús reinventado por Saramago, en vez de ser concebido en el vientre de una virgen por el Espíritu Santo, es producto de la simiente de José derramada en el sagrado interior de la casta María…”Habiendo pues salido del patio, Dios no pudo oír el sonido agónico, como un estertor, que salió o de la boca del varón en el instante de la crisis, y menos aun el levísimo gemido que la mujer no fue capaz de reprimir”.

Y en Caín Saramago es fustigador pero totalizante re escribiendo la historia de un Caín humano, tan culpable como somos todos, incluso el Dios que lo creo.

Tanto Saramago como Gabo y Fuentes se ganaron con sus narraciones  un pedestal en el olimpo de los escritores. Pero como si eso fuera poco, Fuentes rompió los esquemas, dejo de ser libro y se hizo  presente, vivo, actual y ciudadano pensante.

Se atrevió a hablar de sociedad y actualidad y cuestionó sin tapujos a los políticos que resultaron inferiores a los requerimientos de su México descuadernado y violento. Fuentes aprovechó su prestigio inicial como escritor para darles luces a sus lectores pensantes, votantes, que reconocieron en él al líder desprovisto de intereses políticos. Suficiente con echar una mirada en las redes sociales para confirmar que los mexicanos se sienten huérfanos con la partida no sólo del escritor sino también del líder.

Tuvo otra virtud que reconocen todos, incluso Abad, aunque someramente: su interés por que los nuevos escritores encontraran cauces, hallaran casas editoriales que reprodujeran sus obras en su sueño ideal de un planeta habitado sólo por escritores y lectores. 

Abad, con argumentos reales en parte y fútiles a veces, no le hace justicia al Fuentes celebridad, al personaje público que desafió las molestias propias de sus ochenta y tantos años y tomó vuelos largos y tediosos para atravesar continentes y exponer su pensamiento sociopolítico literario en auditorios sedientos de ideas nobles. No le luce a un buen escritor como Abad, ya no principiante pero tampoco universal, medir con una vara tan dura a un narrador que, si bien no fue en su madurez el mismo de los años mozos, sí fue capaz de congregar la fidelidad de sus lectores y de quitarse su corona para abrirles camino a sus herederos literarios. Aca columna de Abad Que digan que estoy dormido http://www.is.gd/wOtjIs vía @elespectador

Que me disculpe Abad pero Gabo, Fuentes, Cortázar, Borges, Neruda, Rulfo, Vargas Llosa, Mutis y muchos grandes hispanoamericanos que hicieron bien la tarea, se ganaron el derecho a ser vanidosos o no, a vestirse como gentleman o urbano, a simpatizar con la izquierda como Gabo o Saramago, o con la derecha, como Borges o Vargas LLosa, a inspirarse en Negrete, como Fuentes, o en el genial Pessoa, como lo soñó Saramago.

Que me disculpe Abad pero me resulta un poco insolente su apreciación de que el célebre Fuentes hace parte de lo que Vargas Llosa llama la banalización de la cultura. Afirmar eso sería banalizar a un hombre culto.

@indiravegap El Espectador http://www.is.gd/pvosz1 vía @elespectador
  

lunes, 21 de mayo de 2012

CARLOS FUENTES Y GABO: DOS VECES BUENO

                                            




Carlos Fuentes, dos veces bueno
Por Gabriel garcía Márquez




Mi amistad con Carlos Fuentes –que es antigua, cordial, y además muy divertida— se inició en el instante en que nos conocimos, por allá por los calores de agosto de 1961. Nos presentó Álvaro Mutis en aquel Castillo de Drácula de las calles de Córdoba, donde toda una generación de escritores, tratando de hacer un cine nuevo, precipitábamos a Manuel Barbachano Ponce en la primera y más gloriosa de tantas ruinas.
Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, García Márquez
Escritores del boom Latinoamericano

Yo había llegado a México dos meses antes, con la cabeza llena de novelas y películas que no encontraban por dónde salir, y había leído La región más transparente, poco después de su publicación. Esto era apenas natural, porque esa novela había tenido una divulgación muy amplia en América Latina, y por todas partes se hablaba de ella –con toda justicia— como de un acontecimiento literario.

 




Lo sorprendente para mí fue que Carlos Fuentes no tuvo que escarbar en la memoria para saber quién era yo, y me dijo de entrada que había leído las dos únicas novelas que yo había escrito hasta entonces.
Pensé, por supuesto, que se trataba de esa formula de cortesía que nos salva de tantos naufragios sociales, sobretodo entre escritores, pues mi primera novela se había publicado seis años antes en Bogotá en una edición perdularia que no alcanzó a llegar hasta la esquina, y el texto integral de la segunda, todavía sin corregir, se había publicado el año anterior en la revista Mito, que era tan excelente como escasa.

El hecho de que Carlos Fuentes, las hubiera leído de veras, como pude comprobarlo de inmediato, me exaltó de vanidad. Sin embargo no pasó mucho tiempo para que se me bajaran los humos, pues muy pronto me di cuenta que la curiosidad literaria no reconoce tiempos ni fronteras, y que ya desde entonces era imposible sorprenderlo con una novedad de las letras. Esta curiosidad de centraba de un modo especial en las obras primeras de los escritores primíparos como lo éramos él y yo en aquellos tiempos de gracia.

Pasados 25 años nos han ocurrido tantas cosas raras, estando juntos en tantos lugares diversos, que si alguna vez escribiéramos nuestras memorias respectivas, los lectores se van a encontrar con páginas intercambiables. En ambos libros estará sin duda el capítulo más deprimente de nuestras carreras, hace muchos años, cuando un director de cine nos hacía deshacer todos los días el trabajo del día anterior, para rehacerlo otra vez al día siguiente, sólo porque él necesitaba retrasar el comienzo de la película para atender otro compromiso previo. Esa pesadilla de Penélopes literarios no sólo consolidó para siempre mi admiración y mi afecto por Carlos Fuentes, sino que había de inspirarme más tarde el viaje solitario del coronel Aureliano Buendía, que hacía y deshacía sus pescaditos de oro.

Otro recuerdo pragmático entonces, pero muy divertido en la memoria, es el de una tarde de Praga en el año funesto de 1968, cuando Milan Kundera decidió que el único sitio sin micrófonos ocultos en toda la ciudad era un establecimiento público de sauna.

Sentados en una banca de pino fragante, a 120 grados centígrado, los dos en pelotas y sin el menor sentido del ridículo, escuchamos de Milan Kundera un informe sobrecogedor de la situación trágica de su país. 


No obstante, lo más trágico para Fuentes y para mi ocurrió al final, cuando nos dimos cuenta que no había duchas de agua fría y debíamos romper la capa de hielo del río Moldava en pleno mes de diciembre, y sumergirnos en sus aguas glaciales.

Lo hicimos, sin pensar lo que hacíamos, y en el instante de la inmersión tremenda tuve la certidumbre lúcida y atroz de que Carlos Fuentes y yo nos habíamos muerto juntos en aquel instante, tan lejos de las calles de Córdoba, y de un modo absurdo que nadie iba a entender jamás, ni siquiera porque había ocurrido en la patria de Kafka.

Sin embargo, no son estos relámpagos de vida lo que me interesa ahora evocar, sino que quiero celebrar la virtud que más admiro en Carlos Fuentes y que es tal vez la que menos se le conoce: su espíritu de cuerpo. No creo que haya un escritor más pendiente de los que vienen detrás de él, ni ninguno que sea tan generoso con ellos. Lo he visto librar batallas de guerra con los editores para que publiquen el libro de un joven que lleva años con su manuscrito inédito bajo el brazo, como lo tuvimos todos en nuestros primeros tiempos.

Julio Cortázar, agobiado por la cantidad de originales inéditos que los jóvenes le mandaban, dijo poco antes de morir: Es una lástima que quienes me mandan manuscritos para leer no puedan mandarme también el tiempo para leerlos.

Julio Cortázar, Carlos Fuentes
Pues bien, a pesar de sus numerosos trabajos y de su intensa vida pública, Carlos Fuentes lee los que le mandan a él, y además tiene tiempo para alentar y ayudar a sus autores desamparados. Lo que pasa, en realidad, es que él parece entender muy bien la noción católica de la Comunión de los Santos: en cada uno de nuestros actos –por triviales que sean y por insignificantes— cada uno de nosotros es responsable por la humanidad entera.
Ésa es la metafísica de la infinita curiosidad literaria de Carlos Fuentes. Al contrario de tantos escritores que desearían ser los únicos en el mundo, el quisiera celebrar todos los días la fiesta de que cada día seamos más y más jóvenes los escritores del mundo. Tengo la impresión de que él sueña con un planeta ideal habitado en su totalidad por escritores, y sólo por ellos. A veces he tratado de aguarle el entusiasmo diciéndole que ese lugar ya existe: es el infierno. Pero no lo cree, no siquiera en broma (como yo se lo digo desde luego), porque su fe en el destino mesiánico de las letras no reconoce límites. Ni admite broma, por supuesto. Un escritor así, siendo tan buen escritor, es dos veces bueno.

                                      Para Darle nombre a América 
Por CARLOS FUENTES

(…) Yo había editado en los años cincuenta una Revista Mexicana de Literatura que se correspondía, en Bogotá, con la mítica revista Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán.




Entre Mutis y Gaitán, me fue dado ir publicando los cuentos de García Márquez, cada uno más maravilloso que el anterior, porque cada uno contenía al anterior y anunciaba al siguiente: «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo» y «Un día después del sábado» conducían a El coronel no tiene quien le escriba y a La mala hora, pero también prolongaban, como el eco del mar dentro de un caracol, los inquietantes pórticos de pasados relatos de Gabo.

«La tercera resignación», «Eva está dentro de su gato», «Tubal-Caín forja una estrella», «Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles» y «Ojos de perro azul»..., títulos que eran nombres, nombres que eran bautizos, nombres de misterio y amor que se pronosticaban a sí mismos como arte y artificio, naturaleza y natividad, profecía y advertencia, recuerdo y olvido, vigilia y sueño.

Todo ello me impulsaba, con un movimiento del corazón, a conocer al autor que nombró esos cuentos, al artífice que los soñó: aquí estaba, en Córdoba 48, tal y como años más tarde lo describiría, en sus memorias, el presidente François Mitterrand, como «un hombre parecido a su obra: sólido, sonriente, silencioso..., dueño de un desierto de silencio como solo las selvas tropicales pueden crear».

(…) Lo conocí en 1962 en Córdoba 48 y nuestra amistad nació allí mismo, con la instantaneidad de lo eterno.

Gabo culminaba en México un joven periplo que lo había llevado de Aracataca a Barranquilla, de Sucre a Zipaquirá, y luego de Bogotá a Roma, Londres y París, en mosaicas tabletas de información escritas en El Universal, luego en El Heraldo, finalmente en El Espectador, que lo sorprende en el exilio europeo dejando atrás, pero teniendo presentes siempre, las tensiones colombianas que se renuevan —porque no se inician— el 9 de abril de 1949 con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y culminan con la clausura de El Espectador por Gustavo Rojas Pinilla en 1955, determinando una errancia que, al cabo, nos trae al Gabo, en un autobús Greyhound, con Mercedes y Rodrigo y Gonzalo en espera, a la ciudad de México, la más vieja ciudad viva del hemisferio occidental, la urbe azteca, virreinal, barroca, caótica, antiquísima, modernísima, la ciudad de roja piedra tezontle y afrancesadas mansardas esperando la improbable nevada tropical y edificios de cristal despedazado que no quieren durar más de cincuenta años.

México, D. F., donde la familia de García Márquez tendría, de allí en adelante, su principal residencia para honor y alegría de México y los mexicanos.

(…) Gabriel debía viajar dos veces al año para renovar su permiso de residencia (…) Recuerdo estos viajes porque en uno de ellos Gabriel García Márquez se transformó. Lo miré y me asusté. ¿Qué había ocurrido? ¿Nos habíamos estrellado contra un implacable autobús de la línea México-Chilpancingo-Acapulco? ¿Nos habíamos derrumbado por los precipicios del Cañón del Zopilote? ¿Por qué irradiaba una beatitud improbable el rostro de Gabo? ¿Por qué le iluminaba la cabeza un halo propio de un santo? ¿Era culpa de los tacos de cachete y nenepil que comimos en una fonda de Tres Marías?

Nada de esto: sin saberlo, yo había asistido al nacimiento de Cien años de soledad —ese instante de gracia, de iluminación, de acceso espiritual, en que todas las cosas del mundo se ordenan espiritual e intelectualmente y nos ordenan: «Aquí estoy. Así soy. Ahora escríbeme».
(…) a Francia llegó en 1957 Gabriel García Márquez, encerrado en un hotel de la Rue Cujas cuyo único adorno era un retrato de Mercedes y el único lujo tres paquetes azules de cigarrillos Gauloises. En el Boulevard Saint-Germain se cruzó Gabo con Ernest Hemingway y le gritó de acera a acera: «Adiós, maestro» —como hoy le gritan, adonde quiera que va, a Gabriel García Márquez. Y aunque Hemingway dijo que los buenos norteamericanos van a París a morir, García Márquez hubiese dicho que los buenos latinoamericanos van a París a escribir.

Yo regresé a Europa en 1966 y me instalé en un palazzo veneciano para ver qué se sentía al ser Henry James, aunque sin esperanzas de emularlo. Fue una temporada de intenso intercambio epistolar con los amigos, en aquella época anterior —muy anterior— al fax, al e-mail. Gracias a ello, conservo un maravilloso correo con Gabo en los momentos de la redacción de Cien años de soledad.

Yo sabía que él dejó sus empleos, le pidió a Mercedes que llenara el refrigerador, echó candado a su casa y se sentó a escribir un proyecto —me dijo— que le tomó madurar diecisiete años y redactar catorce meses. Angustias y alegrías: «jamás he trabajado en soledad comparable —me dice—, no siento más punto de referencia que, quizás, Rabelais, sufro como un condenado poniendo a raya la retórica, buscando tanto las leyes como los límites de lo arbitrario, sorprendiendo a la poesía cuando la poesía se distrae, peleándome con las palabras. A veces —me escribe Gabriel— me asalta el pánico de no haber dicho nada a lo largo de quinientas páginas; a veces, quisiera seguir escribiendo el libro el resto de mi vida, en cien volúmenes, para no tener más vida que esta...». «Para no tener más vida que esta».

Carlos Fuentes, Julio Cortázar
Gabo me envió a Italia el manuscrito de Cien años de soledad. Entusiasmado, lo busqué desde Venecia para felicitarlo. No lo encontré. Entonces le escribí a nuestro grande y común amigo Julio Cortázar, quien pasaba el verano en su ranchito de Saignon, una aldea al sur de Francia sin teléfonos ni telégrafos, un cartero en bicicleta tan incierto como el cómico Jacques Tati y un extraño servicio francés llamado «el pequeño azul» al cual acudí para decirle lo siguiente al gran cronopio, al argentino que se hizo querer de todos.


«Querido Julio:

Te escribo impulsado por la necesidad imperiosa de compartir un entusiasmo. Acabo de leer Cien años de soledad: una crónica exaltante y triste, una prosa sin desmayo, una imaginación liberadora. Me siento nuevo después de leer este libro, como si les hubiese dado la mano a todos mis amigos. He leído el Quijote americano, un Quijote capturado entre las montañas y la selva, privado de llanuras, un Quijote enclaustrado que por eso debe inventar al mundo a partir de cuatro paredes derrumbadas. ¡Qué maravillosa recreación del universo inventado y re-inventado! ¡Qué prodigiosa imagen cervantina de la existencia convertida en discurso literario, en pasaje continuo e imperceptible de lo real a lo divino y a lo imaginario!».

Y añado: «Pero en algún rincón debe haber un Aureliano con su cruz de cenizas en la frente que venga a protestar contra la crónica del biznieto del coronel Gerineldo Márquez, corrija los inevitables errores y proponga una nueva lectura, radical e inédita, de los pergaminos de Melquíades. Un día, querido Julio, me hablaste de la novela como mutación. Eso es Cien años de soledad: una generación y una re-generación infinita de las figuras que nos propone el autor, mago iniciático de un exorcismo sin fin.

Y qué sentimiento de que cada gran novela latinoamericana nos libera un poco, nos permite delimitar en la exaltación nuestro propio territorio, profundizar la creación de la lengua con la conciencia fraternal de que otros escritores en castellano están completando tu propia visión, dialogando contigo». Dialogando con nosotros.
Fragmentos del discurso de Carlos Fuentes, “Para darle nombre a América”, pronunciado en la inauguración del IV Congreso Internacional de la lengua Española, en Cartagena de Indias. 26 de marzo de 2007.

sábado, 12 de mayo de 2012

OLA DE INDIGNADOS: "A TI QUE ESTÁS MIRANDO TAMBIÉN TE ESTÁN ROBANDO"

Panorámica de la Puerta del Sol, Madrid,España. El Movimiento M-15 cierra con éxito el primer año de vida
"La banca siempre gana y no me dá la gana"
"Si no nos dejan soñar, no os dejaremos dormir", lemas

"Que no, que no , que nos representan"
"Lo llaman democracia pero no lo es"


"No son rescates, son chantajes" lema coreados
"Somos el 99% que no tolerará la codicia y la corrupción del 1%"

"Esta crisis no la pagamos"
"Rebeldes sin casa"

"No a parados, a los mal remunerados y los subcontratados",

"Políticos juguetes en manos del mercado", lema coreado

"Unidos por el sentido común"

"A tí que estás mirando también te están robando"

"Porque pasamos de la protesta a la propuesta"


"PSOE y PP, la misma mierda es"
"Alternancia no es democracia"

"No somos antisistema, el sistema es antinosotros"

"Violencia es no llegar a fín de mes"


Fotos: Cortesía Diario El País. es