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Carlos Fuentes, dos veces bueno
Por Gabriel garcía Márquez
Mi amistad con Carlos Fuentes –que es antigua, cordial, y además muy divertida— se inició en el instante en que nos conocimos, por allá por los calores de agosto de 1961. Nos presentó Álvaro Mutis en aquel Castillo de Drácula de las calles de Córdoba, donde toda una generación de escritores, tratando de hacer un cine nuevo, precipitábamos a Manuel Barbachano Ponce en la primera y más gloriosa de tantas ruinas.
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Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, García Márquez Escritores del boom Latinoamericano |
Yo había llegado a México dos meses antes, con la cabeza llena de novelas y películas que no encontraban por dónde salir, y había leído La región más transparente, poco después de su publicación. Esto era apenas natural, porque esa novela había tenido una divulgación muy amplia en América Latina, y por todas partes se hablaba de ella –con toda justicia— como de un acontecimiento literario.
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Pensé, por supuesto, que se trataba de esa formula de cortesía que nos salva de tantos naufragios sociales, sobretodo entre escritores, pues mi primera novela se había publicado seis años antes en Bogotá en una edición perdularia que no alcanzó a llegar hasta la esquina, y el texto integral de la segunda, todavía sin corregir, se había publicado el año anterior en la revista Mito, que era tan excelente como escasa.
El hecho de que Carlos Fuentes, las hubiera leído de veras, como pude comprobarlo de inmediato, me exaltó de vanidad. Sin embargo no pasó mucho tiempo para que se me bajaran los humos, pues muy pronto me di cuenta que la curiosidad literaria no reconoce tiempos ni fronteras, y que ya desde entonces era imposible sorprenderlo con una novedad de las letras. Esta curiosidad de centraba de un modo especial en las obras primeras de los escritores primíparos como lo éramos él y yo en aquellos tiempos de gracia.
Pasados 25 años nos han ocurrido tantas cosas ra
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Sentados en una banca de pino fragante, a 120 grados centígrado, los dos en pelotas y sin el menor sentido del ridículo, escuchamos de Milan Kundera un informe sobrecogedor de la situación trágica de su país.
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Lo hicimos, sin pensar lo que hacíamos, y en el instante de la inmersión tremenda tuve la certidumbre lúcida y atroz de que Carlos Fuentes y yo nos habíamos muerto juntos en aquel instante, tan lejos de las calles de Córdoba, y de un modo absurdo que nadie iba a entender jamás, ni siquiera porque había ocurrido en la patria de Kafka.
Sin embargo, no son estos relámpagos de vida lo que me interesa ahora evocar, sino que quiero celebrar la virtud que más admiro en Carlos Fuentes y que es tal vez la que menos se le conoce: su espíritu de cuerpo. No creo que haya un escritor más pendiente de los que vienen detrás de él, ni ninguno que sea tan generoso con ellos. Lo he visto librar batallas de guerra con los editores para que publiquen el libro de un joven que lleva años con su manuscrito inédito bajo el brazo, como lo tuvimos todos en nuestros primeros tiempos.
Julio Cortázar, agobiado por la cantidad de originales inéditos que los jóvenes le mandaban, dijo poco antes de morir: Es una lástima que quienes me mandan manuscritos para leer no puedan mandarme también el tiempo para leerlos.
Sin embargo, no son estos relámpagos de vida lo que me interesa ahora evocar, sino que quiero celebrar la virtud que más admiro en Carlos Fuentes y que es tal vez la que menos se le conoce: su espíritu de cuerpo. No creo que haya un escritor más pendiente de los que vienen detrás de él, ni ninguno que sea tan generoso con ellos. Lo he visto librar batallas de guerra con los editores para que publiquen el libro de un joven que lleva años con su manuscrito inédito bajo el brazo, como lo tuvimos todos en nuestros primeros tiempos.
Julio Cortázar, agobiado por la cantidad de originales inéditos que los jóvenes le mandaban, dijo poco antes de morir: Es una lástima que quienes me mandan manuscritos para leer no puedan mandarme también el tiempo para leerlos.
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Julio Cortázar, Carlos Fuentes |
Ésa es la metafísica de la infinita curiosidad literaria de Carlos Fuentes. Al contrario de tantos escritores que desearían ser los únicos en el mundo, el quisiera celebrar todos los días la fiesta de que cada día seamos más y más jóvenes los escritores del mundo. Tengo la impresión de que él sueña con un planeta ideal habitado en su totalidad por escritores, y sólo por ellos. A veces he tratado de aguarle el entusiasmo diciéndole que ese lugar ya existe: es el infierno. Pero no lo cree, no siquiera en broma (como yo se lo digo desde luego), porque su fe en el destino mesiánico de las letras no reconoce límites. Ni admite broma, por supuesto. Un escritor así, siendo tan buen escritor, es dos veces bueno.
Por
CARLOS FUENTES
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«La tercera resignación», «Eva está dentro de su gato», «Tubal-Caín forja una estrella», «Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles» y «Ojos de perro azul»..., títulos que eran nombres, nombres que eran bautizos, nombres de misterio y amor que se pronosticaban a sí mismos como arte y artificio, naturaleza y natividad, profecía y advertencia, recuerdo y olvido, vigilia y sueño.
Todo ello me impulsaba, con un
movimiento del corazón, a conocer al autor que nombró esos cuentos, al artífice
que los soñó: aquí estaba, en Córdoba 48, tal y como años más tarde lo
describiría, en sus memorias, el presidente François Mitterrand, como «un
hombre parecido a su obra: sólido, sonriente, silencioso..., dueño de un
desierto de silencio como solo las selvas tropicales pueden crear».
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Gabo culminaba en México un joven periplo que lo había llevado de Aracataca a Barranquilla, de Sucre a Zipaquirá, y luego de Bogotá a Roma, Londres y París, en mosaicas tabletas de información escritas en El Universal, luego en El Heraldo, finalmente en El Espectador, que lo sorprende en el exilio europeo dejando atrás, pero teniendo presentes siempre, las tensiones colombianas que se renuevan —porque no se inician— el 9 de abril de 1949 con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y culminan con la clausura de El Espectador por Gustavo Rojas Pinilla en 1955, determinando una errancia que, al cabo, nos trae al Gabo, en un autobús Greyhound, con Mercedes y Rodrigo y Gonzalo en espera, a la ciudad de México, la más vieja ciudad viva del hemisferio occidental, la urbe azteca, virreinal, barroca, caótica, antiquísima, modernísima, la ciudad de roja piedra tezontle y afrancesadas mansardas esperando la improbable nevada tropical y edificios de cristal despedazado que no quieren durar más de cincuenta años.
México, D. F., donde la familia de García Márquez tendría, de allí en adelante,
su principal residencia para honor y alegría de México y los mexicanos.
(…) Gabriel debía viajar dos veces al
año para renovar su permiso de residencia (…) Recuerdo estos viajes porque en
uno de ellos Gabriel García Márquez se transformó. Lo miré y me asusté. ¿Qué
había ocurrido? ¿Nos habíamos estrellado contra un implacable autobús de la
línea México-Chilpancingo-Acapulco? ¿Nos habíamos derrumbado por los
precipicios del Cañón del Zopilote? ¿Por qué irradiaba una beatitud improbable
el rostro de Gabo? ¿Por qué le iluminaba la cabeza un halo propio de un santo?
¿Era culpa de los tacos de cachete y nenepil que comimos en una fonda de Tres
Marías?
Nada de esto: sin saberlo, yo había
asistido al nacimiento de Cien años de soledad —ese instante de gracia, de
iluminación, de acceso espiritual, en que todas las cosas del mundo se ordenan
espiritual e intelectualmente y nos ordenan: «Aquí estoy. Así soy. Ahora
escríbeme».
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Yo sabía que él dejó sus empleos, le
pidió a Mercedes que llenara el refrigerador, echó candado a su casa y se sentó
a escribir un proyecto —me dijo— que le tomó madurar diecisiete años y redactar
catorce meses. Angustias y alegrías: «jamás he trabajado en soledad comparable
—me dice—, no siento más punto de referencia que, quizás, Rabelais, sufro como
un condenado poniendo a raya la retórica, buscando tanto las leyes como los límites
de lo arbitrario, sorprendiendo a la poesía cuando la poesía se distrae,
peleándome con las palabras. A veces —me escribe Gabriel— me asalta el pánico
de no haber dicho nada a lo largo de quinientas páginas; a veces, quisiera
seguir escribiendo el libro el resto de mi vida, en cien volúmenes, para no
tener más vida que esta...». «Para no tener más vida que esta».
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Carlos Fuentes, Julio Cortázar |
«Querido Julio:
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Y añado: «Pero en algún rincón debe haber un Aureliano con su cruz de cenizas en la frente que venga a protestar contra la crónica del biznieto del coronel Gerineldo Márquez, corrija los inevitables errores y proponga una nueva lectura, radical e inédita, de los pergaminos de Melquíades. Un día, querido Julio, me hablaste de la novela como mutación. Eso es Cien años de soledad: una generación y una re-generación infinita de las figuras que nos propone el autor, mago iniciático de un exorcismo sin fin.
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Fragmentos del discurso de Carlos Fuentes, “Para darle nombre a América”, pronunciado en la inauguración del IV Congreso Internacional de la lengua Española, en Cartagena de Indias. 26 de marzo de 2007.